La película húngara ‘El hijo de Saúl’ fue hecha para
sentirla, sólo que al mirarla casi con el rabillo del ojo experimentamos una
serie de sensaciones perturbantes y angustiosas que tratan de empujarnos a dejar la sala de exhibición, horrorizados. La
primera propuesta del director László Nemes nos pide ser pacientes y muy
curiosos para seguir al protagonista y acompañarlo a recorrer ese mundo
extraño, caótico, insanamente nuevo.
Para quienes sabemos del holocausto judío -hoy parece que hablamos
de un género cinematográfico- ese ‘mundo
nuevo’ en el que ingresa Saúl Auslander no es novedoso, es viejo. Está ya en
nuestro inconsciente colectivo. Lo nuevo del film es la forma como los
realizadores nos plantean el drama. Prácticamente nos colocan en los hombros
del protagonista y nos llevan a recorrer el infierno. Es una temporada que dura
107 minutos. Saúl y el espectador tienen
la visión de campo limitada y deben estar con los oídos prestos, pues de pronto
hay una orden que indica hacer o dejar de hacer algo y hay que estar atento para
sobrevivir. Hay que moverse y hacer lo que nos piden: despojar a los recién
llegados de su ropa, revisar qué llevan en los bolsillos y la maleta.
Empujarlos a avanzar hacia un lugar donde los bañan y los matan, recoger sus cuerpos
sin vida, arrastrarlos, quemarlos, llevar las cenizas al río y no dejar rastro
de lo que ocurrió.
Las imágenes están difuminadas. La película pretende
hacernos sentir lo que una persona podría sentir al ser arrojado a ese submundo
repentinamente. A los espectadores se nos niega con inteligencia la posibilidad
de ver claramente lo que ocurre con un objetivo: ganar la empatía necesaria
para poder acompañar a Saúl en su recorrido al infierno.
¿Quiénes
son los otros? ¿Quiénes llegan? No podemos hablar, si hablamos nos callan para
siempre. Se niega incluso el susurro. Más vale no involucrarse mucho con la
gente del entorno para seguir con vida. Sin embargo, quienes tienen la tarea de
mantener el orden y limpiar el espacio en el que todos se mueven van aprendiendo
y logran burlar la custodia y por esos pequeños resquicios traman huir, ver un poco de luz, avivar alguna
esperanza. Sentirse libres.
Desde el inicio sabemos que Saúl es uno de los capos judíos seleccionados
por los nazis para hacer todo el trabajo que ellos se niegan hacer. Tiene pequeños
beneficios: come un poquito, viste algo de ropa sucia y no sufre demasiado
frío. Saúl sabe que sus días están contados, es un testigo y en cualquier
momento será borrado, pero quiere vivir. No le importa cómo vive, sólo sabe que
quiere alargar sus días con un objetivo.
Durante su trabajo junto a las cámaras de gas, el
conmocionado Saúl ve a un niño que sobrevive y cree que es su propio hijo. Sin
embargo, este niño es asfixiado por los médicos nazis del campo y se solicita
una autopsia. El protagonista se adueña
del cuerpo y desesperadamente busca a un rabino para darle sepultura dentro de
la tradición judía. Con su acto, Saúl pondrá en peligro su propia existencia y
la de los capos que planean escapar, pero él ha encontrado la mejor motivación
para seguir. Este hecho es el que dispara la historia y nos hace acompañar al
protagonista hasta el final.
¿Qué hará Saúl para lograr su cometido? ¿Podrá
sobrevivir y su sobrevivencia será creíble?
No estamos cómodos en ese mundo en el que se mueve Saúl,
pero su decisión hará que lo acompañemos hasta el final.
La verdadera historia
del film.
El poeta Geza Rohrig hace el papel de Saúl. A lo largo de la
historia el protagonista no sonríe, tiene un gesto inexpresivo, sólo se
exaspera cuando busca y no encuentra al rabino para sepultar a su hijo. Si el
niño es o no es su hijo resulta secundario. Ese niño representa la salvación,
la verdadera salvación. Al permitir que ese niño trascienda a otro mundo,
limpio y bendecido, él también tendrá paz y sosiego. La sonrisa y la verdadera
alegría están vedadas, pero subyace para el momento final y definitivo. En el
campo todo es sufrimiento y Saúl no se permite sentir. Incluso renuncia a la
entrega que una judía le ofrece por arriesgarse. El amor está vedado en ese
submundo, sí uno se envuelve en ese amor, no será verdadero. Es el mensaje.
‘El hijo de Saúl’ recoge mucho de la vida del protagonista.
Geza Rohrig escribió dos poemarios, el primero se titula ‘El libro de la
incineración’ y el segundo tiene el título de ‘Cautiverio’. Rohrig es judío
húngaro que vive en Nueva York. Al llegar a Manhattan trabajó en un Funeral
Home y ahí hizo de shomer (encargado de la custodia de un fallecido), algunas
veces también lavó los cuerpos de los occisos siguiendo la tradición de su
religión. Ganaba entonces 10 dólares la hora. La historia lo cuenta mejor la
revista The New Yorker.
En sus tareas neoyorquinas, supongo que Rohrig desarrolló la
habilidad de trabajar sin involucrarse mucho con el dolor y la pena que se
siente durante la muerte de una persona. Esa experiencia la volcó muy bien al
ponerse en la piel de Saúl. (La Shiva tiene una serie de pasos que hay que
seguir después del fallecimiento de un judío, lo aprendí al mirar algunas
películas que tratan de eso. Les sugiero mirar la comedia mexicana ‘Morirse está
en hebreo’ de Alejandro Springall, quien también trabajó con las casas
funerarias judías de México y conoce el tema).
Rohrig tuvo oportunidad de conocer Auschwitz en 1988, cuando
según sus propias palabras era un lugar tranquilo. Hoy reniega del consumismo
que ha llegado también ahí. Ahora se encuentra gente por todos lados, llegan en
buses, bajan gritando mientras hablan por teléfono, escuchan música en
auriculares, compran bebidas gaseosas en las máquinas que se han instalado en
el lugar. Hoy, el poeta y actor reniega de la falta de consideración con el
lugar, es terrible todo eso, señala.
Por su parte el director Nemes trabajó de asistente con Béla
Tarr durante el rodaje de ‘El caballo de Turín’. Del ahora colega y paisano
húngaro, Nemes debe haber recogido algo para plasmar en su obra; él lo ha
negado. El film de Nemes ganó Cannes y luego el Oscar a mejor película
extranjera en el 2016. Nemes debe haber recibido también algún aporte del film
‘Come to see’ (Ven, mira) historia en la que se relata la vida de un chico bielorruso que observa toda
la barbarie nazi durante los hechos de 1943. Nemes es un buen observador de
films y el trabajo realizado por Elem Klimer en 1985 no debe haber pasado
desapercibido para sus sentidos atentos.
Bueno, al ganar el Oscar, después de la ceremonia en Los Ángeles,
Geza Rohrig recibió la propuesta de conocer a un capo sobreviviente y aceptó.
Se reunió luego con Dario Gabbai, al parecer el último de los 90 sobrevivientes
de los sondercomandos de Auschwitz. No
era el ser malvado que muchos temían, era también una víctima. En la
circunstancia vivida, deshumanizado, sin saber realmente lo que ocurría, lo
único que buscaba –como todos en los campos de concentración- fue sobrevivir.
Al final del film de Nemes, Saúl logra lo que busca. No de
la manera que muchos esperan quizás, pero lo hace de acuerdo a la propuesta
simbólica y espiritual que se propone. Redimido esboza la sonrisa de despedida que
cae redonda y se ajusta a lo que los realizadores han manejado con precisión y
estética. Ojalá aprendamos la lección, el ser humano no puede dejarse ganar por
la bestia que merodea muy cerca y asalta la buena razón y el entendimiento
humano. Hay que estar vigilante.